Me
escribe un amigo desde Chile diciéndome que se ha encontrado allí con algunos
que, refiriéndose a mis escritos, le han dicho: "Y bien, en resumidas
cuentas, ¿cuál es la religión de este señor Unamuno?" Pregunta análoga se
me ha dirigido aquí varias veces. Y voy a ver si consigo no contestarla, cosa
que no pretendo, sino plantear algo mejor el sentido de la tal pregunta.
Tanto los individuos como los pueblos de espíritu perezoso —y cabe pereza
espiritual con muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes
análogos— propenden al dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no,
proponiéndose o sin proponérselo. La pereza espiritual huye de la posición
crítica o escéptica.
Escéptica digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y
filosófico, porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga
o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien
escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como
solución de él.
En el orden de la pura especulación filosófica, es una precipitación el
pedirle a uno soluciones dadas, siempre que haya hecho adelantar el
planteamiento de un problema. Cuando se lleva mal un largo cálculo, el borrar
lo hecho y empezar de nuevo significa un no pequeño progreso. Cuando una casa
amenaza ruina o se hace completamente inhabitable, lo que procede es
derribarla, y no hay que pedir se edifique otra sobre ella. Cabe, sí, edificar
la nueva con materiales de la vieja, pero es derribando antes ésta. Entretanto,
puede la gente albergarse en una barraca, si no tiene otra casa, o dormir a
campo raso.
Y es preciso no perder de vista que para la práctica de nuestra vida, rara
vez tenemos que esperar a las soluciones científicas definitivas. Los hombres
han vivido y viven sobre hipótesis y explicaciones muy deleznables, y aun sin
ellas. Para castigar al delincuente no se pusieron de acuerdo sobre si éste
tenía o no libre albedrío, como para estornudar no reflexiona uno sobre el daño
que puede hacerle el pequeño obstáculo en la garganta que le obliga al
estornudo.
Los hombres que sostienen que de no creer en el castigo eterno del infierno
serían malos, creo, en honor de ellos, que se equivocan. Si dejaran de creer en
una sanción de ultratumbas no por eso se harían peores, sino que entonces
buscarían otra justificación ideal a su conducta. El que siendo bueno cree en
un orden trascendente, no tanto es bueno por creer en él cuanto que cree en él
por ser bueno. Proposición ésta que habrá de parecer oscura o enrevesada, estoy
de ello cierto, a los preguntones de espíritu perezoso.
Y bien, se me dirá, "¿Cuál es tu religión?" Y yo responderé: mi
religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas
de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e
incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper
del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo
transigir con aquello del Inconocible —o Incognoscible, como escriben los
pedantes— ni con aquello otro de "de aquí no pasarás". Rechazo el
eterno ignorabimus. Y en todo caso, quiero trepar a lo inaccesible.
"Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es
perfecto", nos dijo el Cristo, y semejante ideal de perfección es, sin
duda, inasequible. Pero nos puso lo inasequible como meta y término de nuestros
esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los teólogos, con la gracia. Y yo quiero
pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay ejércitos y aun pueblos
que van a una derrota segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando
antes que rendirse? Pues ésta es mi religión.
Ésos, los que me dirigen esa pregunta, quieren que les dé un dogma, una
solución en que pueda descansar el espíritu en su pereza. Y ni esto quieren,
sino que buscan poder encasillarme y meterme en uno de los cuadriculados en que
colocan a los espíritus, diciendo de mi: es luterano, es calvinista, es
católico, es ateo, es racionalista, es místico, o cualquier otro de estos
motes, cuyo sentido claro desconocen, pero que les dispensa de pensar más. Y yo
no quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro
hombre que aspire a conciencia plena, soy una especie única. "No hay
enfermedades, sino enfermos", suelen decir algunos médicos, y yo digo que
no hay opiniones, sino opinantes.
En el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente
resuelta, y como no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es
lógico y transmisible lo racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón,
con el sentimiento, una fuerte tendencia al cristianismo sin atenerme a dogmas
especiales de esta o de aquella confesión cristiana. Considero cristiano a todo
el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me repugnan los
ortodoxos, sean católicos o protestantes —éstos suelen ser tan intransigentes
como aquéllos— que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio
como ellos. Cristiano protestante conozco que niega el que los unitarios sean
cristianos.
Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales —la ontológica,
la cosmológica, la ética, etcétera— de la existencia de Dios no me demuestran
nada; que cuantas razones se quieren dar de que existe un Dios me parecen
razones basadas en paralogismos y peticiones de principio. En esto estoy con
Kant. Y siento, al tratar de esto, no poder hablar a los zapateros en términos
de zapatería.
Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero
tampoco de su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una
superficialidad y futileza mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo
en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que
Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y
a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón.
Lo cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que
dos y dos hacen cuatro.
Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y el
consuelo de haber nacido, no me cuidaría acaso del problema; pero como en él me
va mi vida toda interior y el resorte de toda mi acción, no puedo aquietarme
con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es; tal vez no pueda saber
nunca, pero "quiero" saber. Lo quiero, y basta.
Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de
penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo.
Me he acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma. Y no griten
¡Paradoja! los mentecatos y los superficiales.
No concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy poca cosa
en el orden de la cultura —y cultura no es lo mismo que civilización— de
aquellos que viven desinteresados del problema religioso en su aspecto
metafísico y sólo lo estudian en su aspecto social o político. Espero muy poco
para el enriquecimiento del tesoro espiritual del género humano de aquellos
hombres o de aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad, por
cientificismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas
inquietudes del corazón. No espero nada de los que dicen: "¡No se debe
pensar en eso!"; espero menos aún de los que creen en un cielo y un
infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía menos de los que
afirman con la gravedad del necio: "Todo eso no son sino fábulas y mitos;
al que se muere lo entierran, y se acabó". Sólo espero de los que ignoran,
pero no se resignan a ignorar; de los que luchan sin descanso por la verdad y
ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria.
Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el
poso del corazón, angustiarlos, si puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don
Quijote y Sancho, que es mi más extensa confesión a este respecto. Que
busquen ellos, como yo busco; que luchen, como lucho yo, y entre todos algún
pelo de secreto arrancaremos a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará más
hombres, hombres de más espíritu.
Para esta obra —obra religiosa— me ha sido menester, en pueblos como estos
pueblos de lengua castellana, carcomidos de pereza y de superficialidad de
espíritu, adormecidos en la rutina del dogmatismo católico o del dogmatismo
librepensador o cientificista, me ha sido preciso aparecer unas veces impúdico
e indecoroso, otras duro y agresivo, no pocas enrevesado y paradójico. En
nuestra menguada literatura apenas se le oía a nadie gritar desde el fondo del
corazón, descomponerse, clamar. El grito era casi desconocido. Los escritores
temían ponerse en ridículo. Les pasaba y les pasa lo que a muchos que soportan
en medio de la calle una afrenta por temor al ridículo de verse con el sombrero
por el suelo y presos por un polizonte. Yo, no; cuando he sentido ganas de
gritar, he gritado. Jamás me ha detenido el decoro. Y ésta es una de las cosas
que menos me perdonan estos mis compañeros de pluma, tan comedidos, tan
correctos, tan disciplinados hasta cuando predican la incorrección y la
indisciplina. Los anarquistas literarios se cuidan, más que de otra cosa, de la
estilística y de la sintaxis. Y cuando desentonan lo hacen entonadamente; sus
desacordes tiran a ser armónicos.
Cuando he sentido un dolor, he gritado, y he gritado en público. Los salmos
que figuran en mi volumen de Poesías no son más que gritos del corazón,
con los cuales he buscado hacer vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones
de los demás. Si no tienen esas cuerdas, o si las tienen tan rígidas que no
vibran, mi grito no resonará en ellas, y declararán que eso no es poesía,
poniéndose a examinarlo acústicamente. También se puede estudiar acústicamente
el grito que lanza un hombre cuando ve caer muerto de repente a su hijo, y el
que no tenga ni corazón ni hijos, se queda en eso.
Esos salmos de mis Poesías, con otras varias composiciones que allí
hay, son mi religión, y mi religión cantada, y no expuesta lógica y
razonadamente. Y la canto, mejor o peor, con la voz y el oído que Dios me ha
dado, porque no la puedo razonar. Y el que vea raciocinios y lógica, y método y
exégesis, más que vida, en esos mis versos porque no hay en ellos faunos,
dríades, silvanos, nenúfares, "absintios" (o sea ajenjos), ojos
glaucos y otras garambainas más o menos modernistas, allá se quede con lo suyo,
que no voy a tocarle el corazón con arcos de violín ni con martillo.
De lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero
morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna
vez a oírme: "Y este señor, ¿qué es?" Los liberales o progresistas
tontos me tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber, por
supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos
me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un
pobre señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es
una olla de grillos. Pero nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los
tontos, sean progresistas o conservadores, liberales o reaccionarios.
Y como el hombre es terco y no suele querer enterarse y acostumbra después
que se le ha sermoneado cuatro horas a volver a las andadas, los preguntones,
si leen esto, volverán a preguntarme: "Bueno; pero ¿qué soluciones
traes?" Y yo, para concluir, les diré que si quieren soluciones, acudan a
la tienda de enfrente, porque en la mía no se vende semejante artículo. Mi
empeño ha sido, es y será que los que me lean, piensen y mediten en las cosas
fundamentales, y no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he
buscado siempre agitar, y, a lo sumo, sugerir, más que instruir. Si yo vendo
pan, no es pan, sino levadura o fermento.
Hay amigos, y buenos amigos, que me aconsejan me deje de esta labor y me
recoja a hacer lo que llaman una obra objetiva, algo que sea, dicen,
definitivo, algo de construcción, algo duradero. Quieren decir algo dogmático.
Me declaro incapaz de ello y reclamo mi libertad, mi santa libertad, hasta la
de contradecirme, si llega el caso. Yo no sé si algo de lo que he hecho o de lo
que haga en lo sucesivo habrá de quedar por años o por siglos después que me
muera; pero se que si se da un golpe en el mar sin orillas las ondas en
derredor van sin cesar, aunque debilitándose. Agitar es algo. Si merced a esa
agitación viene detrás otro que haga algo duradero, en ello durará mi obra.
Es obra de misericordia suprema despertar al dormido y sacudir al parado, y
es obra de suprema piedad religiosa buscar la verdad en todo y descubrir
dondequiera el dolo, la necedad y la inepcia.
Ya sabe, pues, mi buen amigo el chileno lo que tiene que contestar a quien
le pregunte cuál es mi religión. Ahora bien; si es uno de esos mentecatos que
creen que guardo ojeriza a un pueblo o una patria cuando le he cantado las
verdades a alguno de sus hijos irreflexivos, lo mejor que puede hacer es no
contestarles.
Salamanca, 6 de noviembre de 1907.
Mi religión y otros ensayos
, 1910.