lunes, 25 de marzo de 2013

Mi religión/ Miguel de Unamuno



Me escribe un amigo desde Chile diciéndome que se ha encontrado allí con algunos que, refiriéndose a mis escritos, le han dicho: "Y bien, en resumidas cuentas, ¿cuál es la religión de este señor Unamuno?" Pregunta análoga se me ha dirigido aquí varias veces. Y voy a ver si consigo no contestarla, cosa que no pretendo, sino plantear algo mejor el sentido de la tal pregunta.
Tanto los individuos como los pueblos de espíritu perezoso —y cabe pereza espiritual con muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes análogos— propenden al dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o sin proponérselo. La pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica.
Escéptica digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y filosófico, porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él.
En el orden de la pura especulación filosófica, es una precipitación el pedirle a uno soluciones dadas, siempre que haya hecho adelantar el planteamiento de un problema. Cuando se lleva mal un largo cálculo, el borrar lo hecho y empezar de nuevo significa un no pequeño progreso. Cuando una casa amenaza ruina o se hace completamente inhabitable, lo que procede es derribarla, y no hay que pedir se edifique otra sobre ella. Cabe, sí, edificar la nueva con materiales de la vieja, pero es derribando antes ésta. Entretanto, puede la gente albergarse en una barraca, si no tiene otra casa, o dormir a campo raso.
Y es preciso no perder de vista que para la práctica de nuestra vida, rara vez tenemos que esperar a las soluciones científicas definitivas. Los hombres han vivido y viven sobre hipótesis y explicaciones muy deleznables, y aun sin ellas. Para castigar al delincuente no se pusieron de acuerdo sobre si éste tenía o no libre albedrío, como para estornudar no reflexiona uno sobre el daño que puede hacerle el pequeño obstáculo en la garganta que le obliga al estornudo.
Los hombres que sostienen que de no creer en el castigo eterno del infierno serían malos, creo, en honor de ellos, que se equivocan. Si dejaran de creer en una sanción de ultratumbas no por eso se harían peores, sino que entonces buscarían otra justificación ideal a su conducta. El que siendo bueno cree en un orden trascendente, no tanto es bueno por creer en él cuanto que cree en él por ser bueno. Proposición ésta que habrá de parecer oscura o enrevesada, estoy de ello cierto, a los preguntones de espíritu perezoso.
Y bien, se me dirá, "¿Cuál es tu religión?" Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible —o Incognoscible, como escriben los pedantes— ni con aquello otro de "de aquí no pasarás". Rechazo el eterno ignorabimus. Y en todo caso, quiero trepar a lo inaccesible.
"Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto", nos dijo el Cristo, y semejante ideal de perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos puso lo inasequible como meta y término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los teólogos, con la gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues ésta es mi religión.
Ésos, los que me dirigen esa pregunta, quieren que les dé un dogma, una solución en que pueda descansar el espíritu en su pereza. Y ni esto quieren, sino que buscan poder encasillarme y meterme en uno de los cuadriculados en que colocan a los espíritus, diciendo de mi: es luterano, es calvinista, es católico, es ateo, es racionalista, es místico, o cualquier otro de estos motes, cuyo sentido claro desconocen, pero que les dispensa de pensar más. Y yo no quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy una especie única. "No hay enfermedades, sino enfermos", suelen decir algunos médicos, y yo digo que no hay opiniones, sino opinantes.
En el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta, y como no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y transmisible lo racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una fuerte tendencia al cristianismo sin atenerme a dogmas especiales de esta o de aquella confesión cristiana. Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes —éstos suelen ser tan intransigentes como aquéllos— que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como ellos. Cristiano protestante conozco que niega el que los unitarios sean cristianos.
Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales —la ontológica, la cosmológica, la ética, etcétera— de la existencia de Dios no me demuestran nada; que cuantas razones se quieren dar de que existe un Dios me parecen razones basadas en paralogismos y peticiones de principio. En esto estoy con Kant. Y siento, al tratar de esto, no poder hablar a los zapateros en términos de zapatería.
Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futileza mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón.
Lo cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que dos y dos hacen cuatro.
Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y el consuelo de haber nacido, no me cuidaría acaso del problema; pero como en él me va mi vida toda interior y el resorte de toda mi acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es; tal vez no pueda saber nunca, pero "quiero" saber. Lo quiero, y basta.
Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma. Y no griten ¡Paradoja! los mentecatos y los superficiales.
No concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy poca cosa en el orden de la cultura —y cultura no es lo mismo que civilización— de aquellos que viven desinteresados del problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro espiritual del género humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad, por cientificismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón. No espero nada de los que dicen: "¡No se debe pensar en eso!"; espero menos aún de los que creen en un cielo y un infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía menos de los que afirman con la gravedad del necio: "Todo eso no son sino fábulas y mitos; al que se muere lo entierran, y se acabó". Sólo espero de los que ignoran, pero no se resignan a ignorar; de los que luchan sin descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria.
Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el poso del corazón, angustiarlos, si puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don Quijote y Sancho, que es mi más extensa confesión a este respecto. Que busquen ellos, como yo busco; que luchen, como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu.
Para esta obra —obra religiosa— me ha sido menester, en pueblos como estos pueblos de lengua castellana, carcomidos de pereza y de superficialidad de espíritu, adormecidos en la rutina del dogmatismo católico o del dogmatismo librepensador o cientificista, me ha sido preciso aparecer unas veces impúdico e indecoroso, otras duro y agresivo, no pocas enrevesado y paradójico. En nuestra menguada literatura apenas se le oía a nadie gritar desde el fondo del corazón, descomponerse, clamar. El grito era casi desconocido. Los escritores temían ponerse en ridículo. Les pasaba y les pasa lo que a muchos que soportan en medio de la calle una afrenta por temor al ridículo de verse con el sombrero por el suelo y presos por un polizonte. Yo, no; cuando he sentido ganas de gritar, he gritado. Jamás me ha detenido el decoro. Y ésta es una de las cosas que menos me perdonan estos mis compañeros de pluma, tan comedidos, tan correctos, tan disciplinados hasta cuando predican la incorrección y la indisciplina. Los anarquistas literarios se cuidan, más que de otra cosa, de la estilística y de la sintaxis. Y cuando desentonan lo hacen entonadamente; sus desacordes tiran a ser armónicos.
Cuando he sentido un dolor, he gritado, y he gritado en público. Los salmos que figuran en mi volumen de Poesías no son más que gritos del corazón, con los cuales he buscado hacer vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones de los demás. Si no tienen esas cuerdas, o si las tienen tan rígidas que no vibran, mi grito no resonará en ellas, y declararán que eso no es poesía, poniéndose a examinarlo acústicamente. También se puede estudiar acústicamente el grito que lanza un hombre cuando ve caer muerto de repente a su hijo, y el que no tenga ni corazón ni hijos, se queda en eso.
Esos salmos de mis Poesías, con otras varias composiciones que allí hay, son mi religión, y mi religión cantada, y no expuesta lógica y razonadamente. Y la canto, mejor o peor, con la voz y el oído que Dios me ha dado, porque no la puedo razonar. Y el que vea raciocinios y lógica, y método y exégesis, más que vida, en esos mis versos porque no hay en ellos faunos, dríades, silvanos, nenúfares, "absintios" (o sea ajenjos), ojos glaucos y otras garambainas más o menos modernistas, allá se quede con lo suyo, que no voy a tocarle el corazón con arcos de violín ni con martillo.
De lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna vez a oírme: "Y este señor, ¿qué es?" Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber, por supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es una olla de grillos. Pero nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los tontos, sean progresistas o conservadores, liberales o reaccionarios.
Y como el hombre es terco y no suele querer enterarse y acostumbra después que se le ha sermoneado cuatro horas a volver a las andadas, los preguntones, si leen esto, volverán a preguntarme: "Bueno; pero ¿qué soluciones traes?" Y yo, para concluir, les diré que si quieren soluciones, acudan a la tienda de enfrente, porque en la mía no se vende semejante artículo. Mi empeño ha sido, es y será que los que me lean, piensen y mediten en las cosas fundamentales, y no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar, y, a lo sumo, sugerir, más que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura o fermento.
Hay amigos, y buenos amigos, que me aconsejan me deje de esta labor y me recoja a hacer lo que llaman una obra objetiva, algo que sea, dicen, definitivo, algo de construcción, algo duradero. Quieren decir algo dogmático. Me declaro incapaz de ello y reclamo mi libertad, mi santa libertad, hasta la de contradecirme, si llega el caso. Yo no sé si algo de lo que he hecho o de lo que haga en lo sucesivo habrá de quedar por años o por siglos después que me muera; pero se que si se da un golpe en el mar sin orillas las ondas en derredor van sin cesar, aunque debilitándose. Agitar es algo. Si merced a esa agitación viene detrás otro que haga algo duradero, en ello durará mi obra.
Es obra de misericordia suprema despertar al dormido y sacudir al parado, y es obra de suprema piedad religiosa buscar la verdad en todo y descubrir dondequiera el dolo, la necedad y la inepcia.
Ya sabe, pues, mi buen amigo el chileno lo que tiene que contestar a quien le pregunte cuál es mi religión. Ahora bien; si es uno de esos mentecatos que creen que guardo ojeriza a un pueblo o una patria cuando le he cantado las verdades a alguno de sus hijos irreflexivos, lo mejor que puede hacer es no contestarles.


Salamanca, 6 de noviembre de 1907.
 
Mi religión y otros ensayos , 1910.

Miguel de Unamuno. Del sentimiento trágico de la vida



Por Alejandro Benítez


En el primer capítulo del libro Del sentimiento trágico de la vida, escrito por Miguel de Unamuno[1] define al hombre como un ser de carne y hueso, es decir, como un ser concreto.
El hombre es un ser que nace, sufre, muere, come, bebe, piensa, quiere, etc. Sin embargo, existen otras formas de concebir al hombre, por ejemplo: el contratante social de Rousseau, el homo economicus de los manchesterianos,[2] el homo sapiens de Lineo, entre otros. Con lo ya mencionado, Unamuno afirma que el hombre es un ser concreto y por consiguiente es el supremo objeto de toda filosofía. Es importante saber, que la filosofía “responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción.”[3]
El hombre es un animal racional, pero también es un animal afectivo y sentimental pues esto es una característica que lo diferencia de los demás animales. Esto quiere decir que lo más importante para un filósofo es el hombre. Por ejemplo, al leer la Crítica de la razón práctica escrita por Kant[4] se deduce la necesidad de postular la existencia de Dios, de la inmortalidad del alma, la libertad. También hace mención sobre el imperativo categórico, éste “nos lleva a un postulado moral que exige, a su vez, en el orden teológico, o más bien escatológico, la inmortalidad del alma, y para sustentar esta inmortalidad aparece Dios.”[5] Con ello se quiere dar a entender que lo más importante para un filósofo es el ser humano, pues todo debe girar en torno a él.
Posteriormente Unamuno menciona que lo que determina a un hombre, lo que le hace un hombre, uno y no otro, el que es y el que no es, es un principio de unidad y un principio de continuidad. “Un principio de unidad, primero en el espacio, merced al cuerpo, y luego en la acción y en el propósito.”[6] Por ejemplo, cuando una persona mira, no ve un ojo al norte y el otro al sur. Ahora bien, es en cierto sentido un hombre tanto más hombre, cuanto más unitaria sea su acción. Cuando el filósofo español habla acerca de la continuidad toma como referencia a la memoria, ésta es la base de la personalidad individual, así como la tradición lo es de la personalidad colectiva de un pueblo. Con ello se puede decir que se vive en el recuerdo y por el recuerdo, “y nuestra vida espiritual no es, en el fondo, sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir.”[7]
Otro de los temas que abarca el texto es sobre la personalidad, ya que hay personas que desean ser otros. Querer ser otros es querer dejar de ser uno el que es. “Más de una vez se ha dicho que todo hombre desgraciado prefiere ser el que es, aun con sus desgracias, a ser otro sin ellas.”[8]Ahora bien, a ningún hombre y a ningún pueblo se les puede exigir un cambio que rompa la unidad y la continuidad de su persona. Sin embargo, hay ciertos individuos que cambian de personalidad; pero es sólo un caso patológico y como tal lo estudian los alienistas. En dichos cambios de personalidad, la memoria, base de la conciencia, se arruina por completo, y sólo le queda al pobre paciente, como sustrato de continuidad individual, esto es el organismo físico.
En efecto, todo lo que conspire a romper la unidad y la continuidad de la vida del hombre, conspira para ser destruida. Por eso el filósofo español señala que “todo individuo que en un pueblo conspira a romper la unidad y la continuidad espirituales de ese pueblo, tiende a destruirlo y a destruirse como parte de ese pueblo.”[9] Entonces, se puede decir que el hacerse otro, rompiendo la unidad y la continuidad de la vida, es dejar de ser el que es, o sea, es simplemente dejar de ser.
De lo ya mencionado surge una pregunta: ¿qué otro llenaría tan bien o mejor que yo el papel que lleno? La respuesta es el prójimo. Partiendo desde la perspectiva de Kant se debe considerar al prójimo, es decir, a los demás hombres que se encuentran en la misma realidad que yo. Empero, no se les puede tratar como medios, sino como fines. Pues no se trata de un solo hombre, más bien de cada uno.
El conocimiento es tema fundamental del hombre de carne y hueso, ya que todos los hombres se empeñan por su naturaleza a conocer, ya que es necesario para sobrevivir. Según Unamuno hay dos tipos de conocimiento que son el inconsciente (es común al hombre con los animales) y el conocimiento reflexivo (el conocer del conocer mismo).
El conocimiento está al servicio de la necesidad de vivir, y primariamente al servicio del instinto de conservación personal. “Y esta necesidad y este instinto han creado en el hombre los órganos del conocimiento, dándoles el alcance que tienen.”[10] Cabe decir, que el instinto de conservación es el que hace la realidad y la verdad del mundo perceptible. Ahora bien, la existencia objetiva es, en nuestro conocer, una dependencia de nuestra propia existencia personal.
Lo que se ha tratado de mencionar en este escrito es que que la filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción. Cabe decir, que algunos pensadores han hecho filosofía, pero está alejada de la concepción de lo que es el hombre. Es decir, un hombre concreto de carne y hueso.
Bibliografía:
De Unamuno, Miguel, Del sentimiento trágico de la vida, Buenos Aires, Losada, cap I: “El hombre de carne y hueso “; capII: “El punto de partida“; Cap III: “El hambre de inmortalidad“; ”La disolución natural.”
 

[1] A fin de dilucidar la oposición entre la afirmación individual y la necesidad de una ética social. El dilema planteado entre lo individual y lo colectivo, entre lo mutable y lo inmutable, el espíritu y el intelecto, fue interpretado por él como punto de partida de una regeneración moral y cívica de la sociedad española. Él mismo se tomó como referencia de sus obsesiones del hombre como individuo. "Hablo de mí porque es el hombre que tengo más cerca."
[2] La Escuela de Manchester -también manchesterismo, liberalismo manchesteriano o capitalismo manchesteriano- fue una escuela económica y movimiento social y político librecambista y antiimperialista con origen en la ciudad británica de Mánchester. Estaba ligada a la Cámara de Comercio de Manchester sobre todo durante el período 1825-1845, y encabezada por Richard Cobden y John Bright.
[3] De Unamuno, Miguel, Del sentimiento trágico de la vida, Losada, Buenos Aires, pág 8
[4] En el pensamiento de Kant suele distinguirse un período inicial, denominado precrítico, caracterizado por su apego a la metafísica racionalista de Wolff y su interés por la física de Newton. El sistema fue desarrollado por Kant en su Crítica de la razón práctica, donde establece la necesidad de un principio moral a priori, el llamado imperativo categórico, derivado de la razón humana en su vertiente práctica; en la moral, el hombre debe actuar.
[5] De Unamuno, Miguel, Del sentimiento trágico de la vida, Losada, Buenos Aires, pág 10
[6] Ibidem pág. 13
[7] Ibidem pág 32
[8] Ibidem pág 36
[9] Ibidem pág 37
[10] Ibidem pág 49.


fuente:  http://textosfil.blogspot.com/2012/11/miguel-de-unamuno-del-sentimiento.html