miércoles, 28 de agosto de 2013

Gregorio Marañón. Prólogo a La familia de Pascual Duarte


Los dos hombres, el joven y el viejo, tan amigos, no a pesar de la diferencia de sus años, sino precisamente porque uno tenía muchos y el otro era mozo todavía, habían hablado, mientras paseaban por el alijar luminoso, del pasado y del devenir de la novela. Sobre lo que dijeron habría mucho que consignar, porque a ambos, uno mirando atrás y otro al futuro, se les ocurrieron comentarios agudos. Ahora, llegados al límite del altozano, se sentaron como otras tardes a contemplar el espectáculo de la llanura, con la ciudad en medio, soñando sobre rocas sus sueños, ya tan viejos como los de las rocas mismas; y el río que abrazaba el caserío y se perdía caracoleando después. Callaron un rato y volvieron sobre uno de los temas que les había entretenido.

-La Familia de Pascual Duarte -dijo el joven- ha tenido el privilegio, excepcional en la historia de la literatura, de pasar, en términos breves, desde la categoría de un libro juvenil y de batalla a la de libro clásico. Y esto, que siempre es difícil, alcanza en la presente ocasión categoría milagrosa, por dos razones: porque es un libro violento y porque es un libro español. La violencia hace también vivir a la obra de los hombres, pero la aleja de las latitudes clásicas, por lo menos durante largos años, hasta que el tiempo la lima los dientes, lo cual acaba siempre por suceder. Pascual Duarte, rezumando todavía truculencia, ha entrado en los Campos Elíseos. Esto, pocas veces se ve. Y menos en España, país en perpetuo trance pasional; y por ello, lo que en todas partes puede ser motivo de retardar el reconocimiento de los méritos de una creación, aquí se suele convertir en un obstáculo casi insuperable.

-Sin embargo -arguyó el de más edad-, el milagro se ha hecho. Y se ha hecho porque como todos los milagros humanos en realidad no es un milagro, sino por el contrario, un suceso lógico, aunque de lógica un tanto encubierta. La historia de Pascual Duarte es sólo en apariencia violenta. Esto me parece esencial. En ella suceden, sin duda, episodios atroces. Pero lo atroz puede no ser violento si brota de esa profunda raíz vital por donde sube y baja la savia de todo lo existente. La vida, si lo es en verdad, y no artificio, es placentera o trágica, según sopla el viento, sin dejar de ser la vida misma y sin perder, en uno o en otro caso, su armonía elemental. Cuando lo atroz, lo trágico, se hace monstruoso, inarmónico, violento, es porque se ha desgajado de su raíz humana, porque ya no es verdad, sino truco. Sin esa raíz, un cuento de color de rosa puede ser monstruoso también. La tremenda historia de Pascual Duarte, como la de los héroes griegos o la de algunos protagonistas de la gran novela rusa, es tan radicalmente humana que no pierde un solo instante el ritmo y la armonía de la verdad; y la verdad jamás es monstruosa ni inmoral, aunque en ocasiones irrite la pituitaria y haga estornudar al quisquilloso fariseo.

Lo malo es, sin duda, tan verdad como lo bueno -repuso el mozo-; pero la maldad, que no tiene límite, como que es agresión a la divinidad, aspriración negativa a superarla, es siempre en su médula, viloencia y anormalidad. Duarte es un hombre malo, contumazmente malo, y es artificio quererle equiparar con los héroes que, por serlo, tienen siempre, aun en el caso en que se valgan de medios torpes, un sentido creador y, por lo tanto, bueno.

Es así como principio general -le atajó el de las canas-; pero el lector que no sea tonto, y no es casi nadie que lee a conciencia, advierte al punto, o por lo menos presiente, que este terrible Pascual, nunca harto de sangre, era en el fondo, como declaró el Padre Lurueña, con palabra autorizadísima, puesto que le confesó antes de salir para el cadalso, un manso cordero, acorralado y asustado por la vida. Pecará de ligero el que vea en esta afirmación un alarde de humorismo. Cuando el humorismo es sincero, esto es, cuando espontáneamente nace, a su tiempo, de los humores vitales y no por artificio de oficio y beneficio, es ni más ni menos que un modo pulcro de decir las cosas necesarias que sin humorismo serían difíciles de decir; como la salsa del buen cocinero hace agradable al paladar los más recios bocados. A veces esto no lo sabe ni el mismo autor, que cree que está, simplemente, jugando a la Retórica. Inútil es añadir que el autor de La Vida de Pascual Duarte sí lo sabe y muy bien.

-Para mí no tiene duda que no que pone a este libro en la categoría de lo no común, no es la pasión que inspira su argumento, ni la perfecta y no buscada maestría con que se cuentan en sus páginas, con hermosa sencillez, los sucesos más extraordinarios, sino eso difícil de comprender a primera vista: que Pascual Duarte es una buena persona y que su tragedia es -y por eso es tragedia sobrehumana- la de un infeliz que casi no tiene más remedio que ser, una vez y otra, criminal; cuando pudiera haber sido, con el mismo barro de que está hecho, el vecino más honrado de su lugar extremeño. Lo que da aspecto de truculencia a este relato, y esto sí es puro truco, si bien legítimo y bien logrado, es el artificio con el que el autor nos distrae para que no reparemos en que Duarte es mejor persona que sus víctimas y que sus arrebatos criminosos representan una suerte de abstracta y bárbara, pero innegable justicia.

Vivamente le arguyó el mancebo así:

-No, no, eso no se puede admitir. La justicia jamás la puede decidir ni ejercer libremente el hombre. La justicia humana es necesariamente imperfecta, y, a las veces, absurda. El día que pueda contemplarse desde la Eternidad la vida de los hombres como un paisaje completo y lejano, lo probable es que nada sorprenda tanto a los bienaventurados, si en ellos existe la capacidad de sorprenderse por alguna cosa, como la insólita rareza con que la justicia humana debe haber coincidido, a lo largo de las generaciones, con la Justicia estricta, la de Dios. Y debe ser así porque nada caracteriza la irremediable imperfección del hombre como su imposibilidad para ser justo, aun cuando quiera serlo con todas las veras de su corazón. La Justicia, en consecuencia, no es una realidad entre los hombres, ni podrá serlo nunca, sino una ficción cuya eficacia residirá precisamente en el hecho de que cada hombre no pueda administrarla por sí mismo. Puesto que es fundamentalmente expuesta al error, tiene que estar vinculada y monopolizada por un artificio social -las leyes, los tribunales, los magistradosque, aunque manejados y servidos por seres humanos, asume las imperfecciones de su actuación con la irresponsabilidad de los entes de creación. El mito, sin carne ni hueso, de la Justicia, absorbe y neutraliza las imperfecciones en la administración de la justicia, que al individuo no se le podrían perdonar. De igual modo, la Medicina, como entidad científica, sirve de antídoto a los tropezones de los médicos. Ahora bien, Pascual Duarte olvidaba esto y se tomaba la justicia por su mano. Si cada hombre quisiera hacer lo propio, aun suponiendo que acertara, la Justicia desaparecería en unas horas. En el fondo, esto es lo que ocurre en las guerras, y sobre todo en las revoluciones. Lo más grave de ellas no son las desolaciones materiales, sino el que sus protagonistas decreten la sustitución de la Justicia establecida por una justicia personal, de individuo a individuo, sin otro código que la llamada Razón de Estado, Acción Directa u otro artificio similar. No es raro que en estas circunstancias, el hombre armado y anárquico haga justicia estricta; pero a la larga o a la corta la Justicia sale perdiendo y hay que volver a empezar a armar el tinglado y a enseñar a respetarle, que no es tarea floja. Este tejer y destejer del respeto a la ley es lo que más ha retrasado la marcha del mundo. Así, pues, la justicia cumple con su deber enviando a la horca a los que, como Duarte, hacen la justicia por su propia mano; y acierta, al dar sólo una categoría de atenuante, a la consideración de que tal vez pudiera el brazo armado de violencia estar movido por la razón.

-Todo eso es verdad- repuso el viejo-; es verdad en el orden de la moral social, que yo estoy siempre dispuesto a acatar. Y me gusta que, teniendo tan pocos años, reacciones así. Pero ello no desvirtúa el hecho, que hay que reconocer, como reconocemos que se está poniendo el sol, de una lejana, bárbara, pero radical vena de justicia fluye en lo profundo de los ímpetus agresivos de nuestro protagonista. Y esto explica lo que su triste historia tiene de armonía permanente, de orden, bajo el tumulto superficial; y el que, en consecuencia, la figura de Pascual Duarte sea ya como el esquema clásico de una variedad tremebunda pero realísima, de la fauna humana, pareja de otras no menos atroces que tienen también su literario arquetipo.

Callaron de nuevo los dialogantes, porque los dos comprendían que la polémica no tendría fin; y como eran inteligentes sabían que la luz sólo nace de las discusiones que de antemano tienen una solución conocida, como el final de las comedias, que no se sabe cuál va a ser, pero que ya está escrito.

GREGORIO MARAÑÓN, Prólogo a La familia de Pascual Duarte, "ÍNSULA", Madrid, 1946 (fragmento).


ACTIVIDAD

Escribe un comentario crítico sobre el prólogo de Marañón  la novela de Camilo José Cela. con las siguientes características:

1.- Debe responder la siguiente pregunta problema ¿DE QUÉ MANERA LO EXPUESTO POR GREGORIO MARAÑÓN ES ADECUADO PARA LA NOVELA "LA FAMILIA DE PASCUA DUARTE?
2.- El comentario debe tener, como mínimo, una extensión de 1000 palabras. (aporoximadamente dos páginas)

se evaluará

Criterio a evaluar
Puntaje máximo
Puntaje obtenido
Coherencia y cohesión
3 PUNTOS

Dominio de conceptos
3 PUNTOS

Respuesta a pregunta problema y fundamentación con laobra leída
10 PUNTOS

Opinión Personal
5 PUNTOS

Mínimo de palabras requeridas
2 PUNTOS


PUNTAJE
23


NOTA



lunes, 12 de agosto de 2013

PARA ESTUDIANTES QUE DEBEN LA ACTIVIDAD SOBRE BORGES

La escritura de Dios/ J.L. Borges


    La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto,, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.      He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo. 
    La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
    Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla. 
    Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios. 
    Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
    Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos. 
    No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel testo. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
     Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárdel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente." 
    Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
    Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra. 
    Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escriturad del tigre. 
    Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.      Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.  


ACTIVIDAD

Instrucciones generales: A partir de la lectura y relectura del cuento y del trabajo de seguimiento de pistas textuales realizar lo siguiente:


a) Escribir un comentario crítico de un mínimo de 600 palabras
b) Este debe responder a la siguiente pregunta problema: 

¿De que modo la intertextualidad y el concepto de literatura como reescritura es posible distinguir en el relato de Borges?



c) A partir de lo anterior se debe proponer una interpretación del cuento.





d) Plazo para subir el comentario, hasta el miércoles 14 de agosto.